EN EL ESTANQUE

EN EL ESTANQUE

Editorial:
TUSQUETS
Año de edición:
Materia
Narrativa
ISBN:
978-84-8310-220-6
Páginas:
216
Encuadernación:
Otros
Disponibilidad:
Pendiente de confirmar
Colección:
ANDANZAS

12,50 €

1







Shao Bin estaba harto de la

comunidad en la que llevaba viviendo más de seis años, la Colonia de la Posta.

Su esposa, Meilan, se quejaba de que los fines de semana tenía que recorrer a

pie tres kilómetros para lavar la ropa. No sabía montar en bicicleta, por lo

que Bin la llevaba en el portaequipajes de la suya hasta el arroyo Azul, pero

los fines de semana de aquel mes trabajaba en la Fábrica de Fertilizantes

Agosto y no podía ayudarla. Ojalá, se decía, vivieran en el llamado Parque de

los Trabajadores, el recinto de viviendas de la fábrica, que se hallaba a unos

pocos centenares de pasos del arroyo. Últimamente, Meilan le rezaba a Buda cada

noche, y le rogaba que ayudara a la familia para que encontraran pronto un piso

en el parque.



-No

te preocupes -le dijo Bin el miércoles por la tarde-. Esta vez conseguiremos

uno.



-¿Cómo

puedes estar tan seguro?



-Nos

lo tienen que dar. Soy más veterano que otros.



-Eso

no es ninguna garantía.



En

efecto, Bin llevaba seis años trabajando en la fábrica y, de acuerdo con el

principio de la necesidad y la antigüedad en el puesto, esta vez parecía que

los Shao tendrían un piso nuevo, pero Meilan no se sentía optimista.



-Si

yo estuviera en tu lugar -le dijo-, les daría al secretario Liu y al director

Ma dos botellas de Savia de Grano a

cada uno. Tengo entendido que mucha gente los ha visitado por la noche. No

deberías limitarte a esperar sentado.



-Ni

hablar, no voy a gastar un solo fen en ellos.



-Mira

que llegas a ser tozudo -susurró la mujer.











Bin

era un hombre de baja estatura. Había sido robusto y gozado de buena salud,

pero en los últimos años había perdido tanto peso que la gente le llamaba «Saco

de huesos» a sus espaldas. A pesar de su físico, tenía talento y era arrogante.

Leía más que cualquier otro trabajador de la fábrica, y conocía muchos relatos

antiguos e incluso las aventuras de Sherlock Holmes. Además tenía una bonita

caligrafía, y por ése el motivo algunas trabajadoras comentaban: «Si ese hombre

tuviese tan buen aspecto como sus preciosos ideogramas...» Cinco años atrás,

cuando se comprometió con Meilan, la gente, sorprendida, dijo: «Desde luego,

una belleza se enamora de un hombre instruido». Aunque Meilan no era hermosa ni

Bin un auténtico erudito, en comparación ella le superaba, pues tenía varios

pretendientes.



Desde

que contrajeron matrimonio, ocupaban una sola habitación en una residencia,

propiedad de la unidad de trabajo de Meilan, los Almacenes del Pueblo, que

estaba en la Vía de los Ancestros. Ahora tenía un vivaracha chiquitina de dos

años, a la que apenas le bastaba el espacio de la habitación, un cubo de poco

más de tres metros y medio de lado. Además, Bin era pintor y calígrafo

aficionado, aunque oficialmente ejercía de mecánico ajustador. Como artista,

necesitaba espacio, y lo ideal hubiera sido que dispusiera de una habitación

propia, donde pudiera cultivar y practicar su arte, pero eso se había revelado

imposible. Cada noche permanecía levantado hasta altas horas, con el pincel en

la mano y la lámpara encendida, perturbando así el sueño de la mujer y la niña.

Y, además, la habitación estaba siempre saturada de olor a tinta. A menudo, en

pleno invierno, Meilan se veía obligada abrir las ventanas, pero Bin no tenía

otra manera de realizar sus obras caligráfico y pictóricas. ¡Cuánto anhelaban

los Shao una vivienda digna!



Bin

llevaba varios días tratando de averiguar en vano si su nombre figuraba o no en

la lista que estaba en poder del Comité de la Vivienda. La mayoría de sus

compañeros de trabajo se mostraban cada vez más reticentes y misteriosos, como

si de repente cada uno de ellos hubiera encontrado una mina de oro. Eran

mezquinos con respecto a los demás.



«Ahora

me toca a mí conseguir un piso», se repitió Bin el jueves por la mañana,

mientras reparaba un gato hidráulico para el equipo de transporte. La noche

anterior, las palabras de Meilan, acerca de que había trabajadores que

sobornaban a los dirigentes, le habían causado cierto temor. Pero Bin se

recordaba una y otra vez que no debía desanimarse.



Por

la tarde, antes de lo que Bin esperaba, fijaron la lista definitiva en el

tablón de anuncios que había en el vestíbulo de la fábrica. Bin se acercó a

ver, pero no vio su nombre entre los agraciados y, como muchos otros, se

enfureció. En todos los talleres se gritos airados, mientras que aquellos a los

que les habían asignado una vivienda guardaban silencio. Algunos dijeron que

pensaban colocar enseguida carteles con grandes ideogramas que denunciarían la

corrupción de los dirigentes. Unos pocos declararon que iban a demoler los

cuatro pisos de mayor tamaño construidos para los mandos, que los volarían de

noche con paquetes de TNT, pero eso no pasaba de ser una fanfarronada; habían

dicho lo mismo en muchas otras ocasiones, y allí nunca había ocurrido nada.



En

cuanto la sirena anunció el final del turno, Bin abandonó la fábrica. Pedaleó

hacia su casa distraído, la cabeza cubierta por una gorra militar torcida, y la

camisa blanca desabrochada y con los faldones aleteando ligeramente detrás. No

paraba de darle vueltas en la cabeza. ¿Debía darle la mala noticia a Meilan?

Iba a llevarse una gran decepción. ¿Cómo podría consolarla?



En

cuanto llegó al cruce de vías férreas cerca del extremo norte de la fábrica,

vio al secretario del Partido, Liu Shu, que caminaba con las manos enlazadas a

la espalda. Bin se le acercó y desmontó de la bicicleta.



-¿Podemos

hablar un momento, secretario Liu? -le preguntó.



-De

acuerdo.



Liu

se detuvo y se enderezó un poco, bajo las espesas cejas se le veían los ojos

entrecerrados.



-¿Por

qué no me han concedido esta vez la vivienda? -inquirió Bin.



-No

eres el único. Todavía hay más de cien camaradas haciendo cola. ¿No lo sabías?



-Trabajo

en la fábrica desde hace seis años. Hou Nina sólo lleva tres y esta vez le han

dado un piso. ¿Por qué? No puedo entenderlo.



-El

Comité de la Vivienda ha tomado esa decisión -replicó Liu con brusquedad-.

Creen que lo necesita más que tú. En nuestra nueva sociedad, las mujeres y los

hombres son iguales. Tú ya tienes un lugar donde vivir, pero ella se ha quedado

todos estos años en el pueblo, con sus padres, y para casarse necesita su

propia vivienda. Ha pospuesto la boda en dos ocasiones..., no puede seguir

soltera eternamente.



Bin

sentía deseos de gritar: «Puede vivir contigo, ¿no es cierto?». Pero no dijo

una sola palabra; se dio la vuelta, montó en su bicicleta de la Defensa

Nacional y se alejó sin despedirse del secretario. Mientras pedaleaba, maldecía

a Liu sin poder evitarlo:

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