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Shao Bin estaba harto de la
comunidad en la que llevaba viviendo más de seis años, la Colonia de la Posta.
Su esposa, Meilan, se quejaba de que los fines de semana tenía que recorrer a
pie tres kilómetros para lavar la ropa. No sabía montar en bicicleta, por lo
que Bin la llevaba en el portaequipajes de la suya hasta el arroyo Azul, pero
los fines de semana de aquel mes trabajaba en la Fábrica de Fertilizantes
Agosto y no podía ayudarla. Ojalá, se decía, vivieran en el llamado Parque de
los Trabajadores, el recinto de viviendas de la fábrica, que se hallaba a unos
pocos centenares de pasos del arroyo. Últimamente, Meilan le rezaba a Buda cada
noche, y le rogaba que ayudara a la familia para que encontraran pronto un piso
en el parque.
-No
te preocupes -le dijo Bin el miércoles por la tarde-. Esta vez conseguiremos
uno.
-¿Cómo
puedes estar tan seguro?
-Nos
lo tienen que dar. Soy más veterano que otros.
-Eso
no es ninguna garantía.
En
efecto, Bin llevaba seis años trabajando en la fábrica y, de acuerdo con el
principio de la necesidad y la antigüedad en el puesto, esta vez parecía que
los Shao tendrían un piso nuevo, pero Meilan no se sentía optimista.
-Si
yo estuviera en tu lugar -le dijo-, les daría al secretario Liu y al director
Ma dos botellas de Savia de Grano a
cada uno. Tengo entendido que mucha gente los ha visitado por la noche. No
deberías limitarte a esperar sentado.
-Ni
hablar, no voy a gastar un solo fen en ellos.
-Mira
que llegas a ser tozudo -susurró la mujer.
Bin
era un hombre de baja estatura. Había sido robusto y gozado de buena salud,
pero en los últimos años había perdido tanto peso que la gente le llamaba «Saco
de huesos» a sus espaldas. A pesar de su físico, tenía talento y era arrogante.
Leía más que cualquier otro trabajador de la fábrica, y conocía muchos relatos
antiguos e incluso las aventuras de Sherlock Holmes. Además tenía una bonita
caligrafía, y por ése el motivo algunas trabajadoras comentaban: «Si ese hombre
tuviese tan buen aspecto como sus preciosos ideogramas...» Cinco años atrás,
cuando se comprometió con Meilan, la gente, sorprendida, dijo: «Desde luego,
una belleza se enamora de un hombre instruido». Aunque Meilan no era hermosa ni
Bin un auténtico erudito, en comparación ella le superaba, pues tenía varios
pretendientes.
Desde
que contrajeron matrimonio, ocupaban una sola habitación en una residencia,
propiedad de la unidad de trabajo de Meilan, los Almacenes del Pueblo, que
estaba en la Vía de los Ancestros. Ahora tenía un vivaracha chiquitina de dos
años, a la que apenas le bastaba el espacio de la habitación, un cubo de poco
más de tres metros y medio de lado. Además, Bin era pintor y calígrafo
aficionado, aunque oficialmente ejercía de mecánico ajustador. Como artista,
necesitaba espacio, y lo ideal hubiera sido que dispusiera de una habitación
propia, donde pudiera cultivar y practicar su arte, pero eso se había revelado
imposible. Cada noche permanecía levantado hasta altas horas, con el pincel en
la mano y la lámpara encendida, perturbando así el sueño de la mujer y la niña.
Y, además, la habitación estaba siempre saturada de olor a tinta. A menudo, en
pleno invierno, Meilan se veía obligada abrir las ventanas, pero Bin no tenía
otra manera de realizar sus obras caligráfico y pictóricas. ¡Cuánto anhelaban
los Shao una vivienda digna!
Bin
llevaba varios días tratando de averiguar en vano si su nombre figuraba o no en
la lista que estaba en poder del Comité de la Vivienda. La mayoría de sus
compañeros de trabajo se mostraban cada vez más reticentes y misteriosos, como
si de repente cada uno de ellos hubiera encontrado una mina de oro. Eran
mezquinos con respecto a los demás.
«Ahora
me toca a mí conseguir un piso», se repitió Bin el jueves por la mañana,
mientras reparaba un gato hidráulico para el equipo de transporte. La noche
anterior, las palabras de Meilan, acerca de que había trabajadores que
sobornaban a los dirigentes, le habían causado cierto temor. Pero Bin se
recordaba una y otra vez que no debía desanimarse.
Por
la tarde, antes de lo que Bin esperaba, fijaron la lista definitiva en el
tablón de anuncios que había en el vestíbulo de la fábrica. Bin se acercó a
ver, pero no vio su nombre entre los agraciados y, como muchos otros, se
enfureció. En todos los talleres se gritos airados, mientras que aquellos a los
que les habían asignado una vivienda guardaban silencio. Algunos dijeron que
pensaban colocar enseguida carteles con grandes ideogramas que denunciarían la
corrupción de los dirigentes. Unos pocos declararon que iban a demoler los
cuatro pisos de mayor tamaño construidos para los mandos, que los volarían de
noche con paquetes de TNT, pero eso no pasaba de ser una fanfarronada; habían
dicho lo mismo en muchas otras ocasiones, y allí nunca había ocurrido nada.
En
cuanto la sirena anunció el final del turno, Bin abandonó la fábrica. Pedaleó
hacia su casa distraído, la cabeza cubierta por una gorra militar torcida, y la
camisa blanca desabrochada y con los faldones aleteando ligeramente detrás. No
paraba de darle vueltas en la cabeza. ¿Debía darle la mala noticia a Meilan?
Iba a llevarse una gran decepción. ¿Cómo podría consolarla?
En
cuanto llegó al cruce de vías férreas cerca del extremo norte de la fábrica,
vio al secretario del Partido, Liu Shu, que caminaba con las manos enlazadas a
la espalda. Bin se le acercó y desmontó de la bicicleta.
-¿Podemos
hablar un momento, secretario Liu? -le preguntó.
-De
acuerdo.
Liu
se detuvo y se enderezó un poco, bajo las espesas cejas se le veían los ojos
entrecerrados.
-¿Por
qué no me han concedido esta vez la vivienda? -inquirió Bin.
-No
eres el único. Todavía hay más de cien camaradas haciendo cola. ¿No lo sabías?
-Trabajo
en la fábrica desde hace seis años. Hou Nina sólo lleva tres y esta vez le han
dado un piso. ¿Por qué? No puedo entenderlo.
-El
Comité de la Vivienda ha tomado esa decisión -replicó Liu con brusquedad-.
Creen que lo necesita más que tú. En nuestra nueva sociedad, las mujeres y los
hombres son iguales. Tú ya tienes un lugar donde vivir, pero ella se ha quedado
todos estos años en el pueblo, con sus padres, y para casarse necesita su
propia vivienda. Ha pospuesto la boda en dos ocasiones..., no puede seguir
soltera eternamente.
Bin
sentía deseos de gritar: «Puede vivir contigo, ¿no es cierto?». Pero no dijo
una sola palabra; se dio la vuelta, montó en su bicicleta de la Defensa
Nacional y se alejó sin despedirse del secretario. Mientras pedaleaba, maldecía
a Liu sin poder evitarlo: