Sin duda los ya asiduos lectores que
descubrieron a Philippe Delerm con El
primer trago de cerveza (Los 5 Sentidos 28 y Fábula 160) recibirán con
regocijo La quinta estación, y no nos extrañaría nada que quienes
todavía no se han acercado a su obra se dejaran conquistar ahora por esta
novela, que supuso su debut literario en 1983. En ella aparece ya en toda su
plenitud esa bienhechora exaltación ante las sensaciones fugaces y los mínimos
acontecimientos -que no obstante pueden cambiar una vida- característica del
resto de su obra.
La quinta estación es el diario íntimo de
alguien que aprende a paliar su dolor y a cicatrizar su herida después de la
pérdida de la persona amada. A lo largo de sus páginas y del transcurrir de los
días, se desgranan no sólo los recuerdos de un pasado compartido sino también
las vivencias de un presente en el que la ausencia
es plena presencia. Pero el pudor
contenido del narrador le impide caer en la autocompasión o reclamársela al
lector. Al contrario, aquí las palabras se alzan como el bastión frente al
olvido, como la única resistencia que puede oponerse a la muerte. En La
quinta estación todo se convierte en un pretexto para exorcizar el
dolor, para apelar a la memoria a fin de celebrar los efímeros instantes de felicidad que, entrelazados, señalan la
diferencia entre el vacío y la plenitud. El lector siente la ausencia del ser
amado y su presencia inaccesible, mientras acepta la invitación de Delerm para tomarle el pulso a la
felicidad y saborearla en el instante en que se produce.
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